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Recibió el impacto de la primera gota sobre su cabeza. Sintió paz. La carga que llevaba parecía más liviana. Sonrió. Aunque fuera igual a las demás, en ese momento se sintió especial, única.
La hoja que llevaba en la espalda ofició de paraguas. Pero ella no lo quería. Lo único que deseaba era sentir las gotas chocando su cara, humedeciéndole las mejillas. Eso era placer. Sin embargo, la hoja no le permitía disfrutar de ese momento único. Pocas veces le tocaba salir en días así. Las demás la creían débil. ¿Por qué sería? No le importaba. Allí, viendo el cielo iluminado como nunca antes lo había visto, nada le importaba.
Decidió dejar la hoja a un lado. Sabía que eso le traería problemas, pero eso, simplemente, no le importaba. Detuvo su marcha y se apartó del sendero. Miró para atrás y percibió la mirada acusadora de sus compañeras. Venían exhaustas, una atrás de la otra, cargadas a más no poder. Ninguna disfrutaba tanto como ella. El sonido del repiquetear de las gotas en las hojas le llenaba el alma. Se quedó quieta, con la mirada fija en algún punto lejano en el horizonte.
Esa noche tuvo prohibida la entrada a su casa. Sus compañeras la trataron de egoísta y haragana. Durmió toda la noche afuera, al amparo de una parra. Las gotas rozaban su piel. Se sintió plena. No le importaba.